Muertos vivientes

Cuento muertos vivientes

Bajé a la cocina y vi esa cosa golpear la puerta del refrigerador. Se detenía a intervalos y luego reanudaba el zamarreo desde los bordes. De sus ropas despedía un mal olor, como a encierro. Su rostro pálido, su cabello desgreñado, sumado a los movimientos espasmódicos, confirmaron mi primera impresión: era un zombi.

Discretamente fui en busca de ayuda; mi vecino era el indicado. Al entrar en su casa, el señor Romero me miró y se fumó un cigarrillo que no era cigarro. Ya en mi cocina cargó la escopeta, me pasó el cigarro y amarró la corbata a modo de cintillo. El esperpento se dejó de zamarreos, con su boca babeante se nos quedó mirando sin emoción.
La primera bala destrozó cuatro dedos de la mano, la sangre brotó en chorro y esa cosa se miró el muñón balbuceando y gimiendo. Después de una seguidilla de tiros que destrozaron rodilla, oreja, esternón, codo, pierna, tobillo, costilla, hombro y ojo, el zombi se mantenía en pié equilibrándose en espasmos.
Yo no aguanté más. Viendo los chorros de sangre en mi cocina, grité:
—¡Alto, señor Romero!
Sin dejar de reír, don Jorge aclaró:
—Pero mira, si por más que disparo, el bruto no cae.
Sí, fue gracioso al principio, pero luego, una sensación de pena me invadió. El zombi nada me había hecho, salvo entrar y tratar de abrir mi refrigerador (lo cual me importaba bien poco). A lo mejor solo le llamó la atención la puerta, como le podría pasar a un niño curioso, o buscaba las cosas muertas que todo humano guarda en un refrigerador, no lo sé.
El zombi se retorció en el suelo y, ante mi cara de rechazo, don Jorge le pegó un tiro en la sien.
Jalándolo por las piernas, arrastró el cuerpo y dijo:
—Entra en la casa. Esta noche será larga.
Tranqué la puerta y me fui a dormir. Al poco tiempo, escuché varios disparos a lo lejos, seguidos de maldiciones y risas.
Nadie supo cómo ocurrió esto de los zombis, algunos culparon a un virus, otros a un castigo divino. Lo cierto es que las personas aparecían convertidas durante la noche. La gente afirmaba que comían cerebros; se propagó el rumor de ser una enfermedad de caníbales, y la población se esforzó por evitar heridas (a través del intercambio de fluidos se suponía que contagiaban a sus víctimas). Todos hablaban de estas cosas, pero nadie lo aclaraba.
Al otro día descubrí al señor Romero en mi sala de estar. Con la metralleta colgada del hombro, se paseaba nervioso.
—Esas cosas estaban muertas, tú las viste. Eran muertos.
Debido a mi cara de desconcierto, el señor Romero encendió el televisor, en las noticias exhibían la masacre dejada por un enajenado: «El hombre asesinó anoche cerca de ciento cincuenta personas disparándoles a la cabeza»…

Mi vecino insistió:
—Eran muertos, eso todos lo sabían. Tú los viste. Si te encuentras con uno en la noche, ¿te defiendes o no?
Ante mi cara de no entender, aumentó el volumen del televisor: «Y en vivo y en directo estamos con el fiscal. Fiscal, ¿por qué determinó la detención de este hombre?».
«Nos enteramos por el Servicio de Salud Pública de que esto no es un virus. No entendemos lo que provoca este cuadro en las personas, pero recalco, no se trata de ningún virus. Aunque reconocemos la imposibilidad de revertir el estado de zombi, aclaramos tajantes que, para la justicia y el estado de derecho, legalmente, estas personas no están muertas. Ninguna posee un certificado de defunción, definiéndose así que esta es una situación temporal. Parecen muertos, pero siguen conservando todos los derechos civiles, y cualquier intento de matarlos es un delito. Más aún cuando hemos comprobado que no comen cerebros ni muerden ni provocan desmanes. Simplemente, estas cosas vagan con movimientos torpes ajenos a la realidad circundante».
Mi vecino apagó el televisor, se sentó y fumó un cigarrillo. Le iba a pedir un poco, pero realmente era un cigarro.
Don Jorge se tomó la cabeza con las manos y maldijo.
—Ahora resulta que no son muertos, que son inofensivos. O sea, yo soy el monstruo.
Le quité la metralleta y él no opuso resistencia.
Han pasado ocho meses desde el arresto del señor Romero. La epidemia se extendió al cincuenta por ciento de la población.
Hasta el señor Romero se contagió. Para suerte de él lo hizo justo en el momento de notificarle la pena de presidio perpetuo efectivo.
Al no contar con soluciones, surgieron organizaciones acogiendo a los desdichados y descubrieron la posibilidad de enseñarles nuevamente. Los perfumaron, los maquillaron y, tomando clases de baile, pulieron su motricidad fina. Ahora hasta caminan normales.
En un afán chovinista patriótico se les intentó enseñar el baile nacional, pero prefirieron bailar cumbia, salsa y reguetón. Después de ese pequeño fracaso, les enseñaron a hablar y ahora hilvanan frases coherentes sin ninguna profundidad. Se ven normales, aunque todas las frases son prehechas. Con el tiempo adquirieron la extraordinaria habilidad de repetirlas en sus redes sociales.
Han pasado once meses. La última cifra de contagiados certifica un noventa y cinco por ciento de zombis. Como duermen poco los contrataron en el comercio y son bastante productivos. Les pagan el mínimo, pero eso a nadie le importa: son el motor de la economía. Incluso se adaptaron, ocupan cargos políticos y la gente los prefiere.
Hace una semana, el señor Romero salió en libertad. Aunque es considerado un asesino serial, una apelación logró dejar sin efecto el juicio y, por un tecnicismo legal, ahora puede vivir sin problemas.
Cada cierto tiempo un ministro de gobierno nos da esperanza de una cura. Nos dice que debemos tener confianza, que están implementando cada uno de los protocolos sanitarios requeridos por la contingencia, y así todos nos quedamos tranquilos.
Hoy en día el señor Romero realiza actividades comunitarias, por las tardes jugamos a las cartas, fumamos de la que me gusta y nos reímos viendo la televisión. Él me ha presentado a sus amigos zombis. Nos reunimos en la cocina y ya ninguno tiene problemas al abrir mi refrigerador.

La imagen utilizada en la portada de este cuento es original de GrumpyBeere en Pixabay.

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